domingo, 29 de abril de 2007



"...Todo lo que uno inventa es verdadero, te lo aseguro.
La poesía es una cosa tan precisa como la geometría...”

Gustave Flaubert
(Carta a Louise Colet)


Eran las seis y cuarenta de la mañana y al principio maldije el sonido impertinente del timbre que me sacó de la cama cuando mejor dormido estaba. Debo contar que sufría de insomnio y que solo al clarear las sombras podía conciliar un sueño pesado, no ajeno a incertidumbres y sobresaltos. Como pude, me levanté y de mala gana abrí la puerta. Frente a mí, una mujer negra, profundamente negra y hermosa, de unos veinticinco años. (Veintiocho, me revelaría después). ¿Qué era la vida?, me había preguntado la noche anterior, mirando desde mi cama hacia el platón de la cocina donde yacían al garete los cubiertos y los platos de la cena pasada. Ciertas mañanas, confundida entre las columnas de humo de las tostadas, llegaba la poesía. Salía corriendo de la ducha por el olor a quemazón y me paralizaba al ver los rayos del sol suspendidos entre el techo y la estufa, animados por la traslúcida humareda de pan chamuscado. Volvía así, aunque fuera un instante, al universo lírico harto tiempo escondido entre la maraña mezquina de la realidad. De esa realidad en la que vino a instalarse Vilma.

Y Vilma Llegó con un vestido de dril recio que le daba al medio muslo y un dulce perfume barato que de entrada impregnó el lugar. Sacudí la vista para apreciarla mejor y luego busqué los anteojos, pues no quería que la miopía me robara uno solo de los fotogramas de ese largometraje que comenzaba a desarrollarse frente a mí.

Fiel a mi viejo embeleco por la precisión, calculé que tendría tal vez 1.75 mts. de estatura, 63 kilos de peso y que su talle altanero podría medir lo mismo que la Victoria Alada de Samotracia, entre el escorzo pétreo de sus senos y sus caderas. ..Nunca vieran los jardines de Ecbatana, otro talle más airoso, blanco y lleno.... recordé en silencio, sin acertar a cual de mis favoritos pertenecía la sentencia.

-Soy la muchacha del servicio que usted pidió -me dijo con impavidez mientras descolgaba su bolsito de cuero y lo dejaba caer sobre la silla.

-Siéntate -le contesté-. En este momento de la mañana y con el susto que me has dado, todavía no alcanzo a pensar en nada.
Vilma sonrió y fue a sentarse en el sofá de la pequeña sala, no sin antes recorrer con su índice el vidrio redondo de la mesa.

-Mire esto –dijo, señalándome su dedo teñido de mugre-. Se ve que en esta casa hace mucho que no sacuden.

Más que mirar su índice, yo miraba sus lustrosas piernas de ébano cruzadas frente a mí, ofreciendo y negando a la vez, la promesa de ver un poco más de lo que había traído consigo desde su nacimiento y que tanto para mí como para el resto de los mortales, era una amenaza devastadora. Un súbito instinto de conservación desvió mis ojos de sus piernas y me concentré en los de ella. Mejor no lo hubiera hecho. Mientras Vilma me hablaba de sus anteriores patrones, yo sucumbí a un encanto sobre el que poco podía compartir con mis amigos: el del sutil estrabismo de algunas mujeres. Sus ojos me observaban mientras recitaba su cantaleta, pero un leve desfase me dejaba algo fuera de su campo visual y sus pupilas se perdían medio vagas en otras coordenadas al lado de mi cabeza. Era como la vista de ciertos ciegos, que atraviesan los cuerpos y siguen impasibles hacia adelante. No lo puedo explicar, pero me conmovía y seducía ese desorden óptico. Un nebuloso anhelo de retener esa mirada, de encauzar para mí solo esa visión enigmática y esquiva, me ataba inevitablemente a las que portaban dicho mal.

Volví, como otras veces, a pensar en Rosa de Bolombolo, la de pupilas estrábicas y muslos pluscuamperfectos… Mucho le estaba debiendo a mis maestros por haberse adelantado a predecir mi realidad.... o lo epigramático de mi realidad. Convine, por fin, en que Vilma trabajara un día sí y otro no y con la misma sonrisa que trajo se marchó, dejándome el plazo de un día como único auxilio para poder sobreponerme de la conmoción de su presencia. La puerta que se cierra y yo que me quedo pastoreando los efluvios remanentes de Vilma. El fragor de su carne negra, brillante, olorosa a talco y a sudor joven. El ímpetu de sus muslos, como alebrestados sobre el batik de mi diván. Su boca esponjada, alegre,.. con la descarada blancura de sus dientes...

Entonces me acordé de Luisa. La visita súbita de la mañana había alejado por un tiempo el fantasma de esa otra mujer cuyos testimonios permanecían en cada rincón. Sus pulseras de plata abandonadas sobre una repisa; su blusa blanca flotando en el gancho del balcón que miraba hacia el mar. La brisa de octubre que persistía sobre la blusa y la zarandeaba con furia elocuente. Y el cepillo. Sobre la cama, entre la almohada y la pared se había quedado su cepillo, el que siempre llevaba consigo y con el que trataba de desenredarse el cabello que el bravo amor había enredado tantas veces. Me atacó otra vez el erótico miedo que los objetos olvidados me infundían. Una languidez de cosa ajena abandonada en mis predios, que me consumía el pensamiento con toda la plenitud de la ociosidad consentida. Agarré el cepillo, que tenia entre sus cerdas las hebras finísimas y brillantes que Luisa me había dejado sin querer, y las anudé al lápiz de dibujo como quien reúne una preciosa evidencia.

Muchas otras veces la había contemplado, mientras se cepillaba el largo cabello, sentada en una esquina de la cama, todavía investida de una afanosa desnudez. Pero en ese momento que ahora recordaba, el último que creí tenerla conmigo, ella se había puesto de pie y caminaba por el cuarto y la sala, peinándose con rabia contenida, mientras declamaba la larga y litúrgica cadena de adioses que las mujeres suelen infringirnos. Cuando estuvo lista, vestida e intacta, como si nada de mí hubiera pasado por su cuerpo, salimos en silencio y la llevé a su casa.

El miércoles temprano, para que cumpliera con su primer día de trabajo, le dejé a Vilma las llaves con el portero. También una nota: “Regreso a las diez a desayunar. Quiero huevos fritos en poco aceite. Sacude y arregla todo”. Cuando regresé, la puerta estaba abierta y el apartamento resplandecía de orden. El piso tan limpio, que sentí la obligación de dejar los zapatos en el vestíbulo. Vilma, sentada en el balcón, escuchaba radio en un discman y se contoneaba apoyando las manos en la baranda, de espaldas a mí y mirando hacia la calle.

-¿De donde lo sacaste? -le pregunté cuando se quitó los audífonos.

-Estaba allí, al lado del teléfono -me contestó turbada-. Excúseme por usarlo sin permiso.

-No, tranquila -le dije-. Sólo que no sabía que eso estaba aquí.

Mientras desayunaba me gustó imaginar el impacto del primer combate, pactado aun sin verse, entre dos mujeres que se disputaban mi atención. Esta idea se agudizó cuando Vilma, antes de irse, soltó lo que consideré su primera carga:

-¿A usted lo visita una muchacha rubia, no es cierto?

-¿Por qué? -le pregunté-. ¿Cómo sabes?

-Había cabellos rubios por todas partes. Dígale que se lo cuide para que no se le siga cayendo.

Sentí una malvada alegría porque imaginé que estaba celosa. Cuando se fue, me puse a revisar su trabajo. Todo estaba impecable. Entonces fui a hacer una llamada y junto al teléfono encontré una nota: Lo llamó una joben luisa que biene por la tarde a buscar unas pulsera y que biene por el disman.

De manera que tendría de nuevo a Luisa recogiendo sus olvidos o retirando sus recuerdos. Me asustaba saber que otra vez cruzaría el umbral y entraría en mi reino alquilado, resuelta a no dejar un solo vestigio físico de su paso por mi historia. La sentí llegar hacia las tres de la tarde mientras me desperezaba de una siesta azarosa. Oí las llaves en la cerradura y el portazo seguido. Después, sus pasos como acezantes y el descolgar de un bolso y un llavero sobre la mesa de vidrio. Me levanté y fui a su encuentro. Nunca la había visto tan espectralmente bella, con una cintura de niebla que algún otro había descrito y su peculiar andadura errática. Estaba cubierta con un simple vestido naranja que dejaba sus hombros desnudos. Se sentó en el diván, con las piernas dobladas hacia los pechos y toda la falda recogida entre sus muslos abiertos, a la mejor manera de Palenque. Llevaba el cabello en un moño de urgencia, con jirones al desgaire y la tez encendida por el calor de la calle.

-Vine por mis cosas -me dijo sin mirarme.

-No me molesta que me las dejes -le contesté, buscándole la mirada esquiva y tratando de
provocar un diálogo salvador de última hora. Luisa fumaba moviendo los ojos en todas las direcciones, pero sin dejarlos recalar en los míos. Cuando al fin pude atraparlos, la vista, acorralada, tuvo que rendirse y dejar que poseyera, una vez más, esas insondables lagunas verdosas que bullían de ansiedad.

-Todo se ve muy limpio -me dijo, tratando de eludir mi mirada-. ¿Quién arregló?

-Conseguí una muchacha por horas -le respondí-. Vendrá tres veces por semana.

Al alcance de mi mano estaban, por un lado, su rodilla izquierda y por el otro mi cámara Leica de segunda. Antes de estirar el brazo, degusté la breve dicha de tener, allí no más, a tiro de foto, dos cosas que me hacían feliz: una mujer y una cámara. Me decidí por esta última y encuadré y tomé tres imágenes de Luisa, adecuadamente borrosas y movidas para poder presumir más tarde que todo había sido a propósito. Cuando iba a decirle algo, se puso de pie y estampó en mi mejilla dos besos tan dulces que entendí que eran o debían ser los del adiós definitivo. En medio de una calma chicha y con ensayada parsimonia, Luisa recogió en su bolso lo que había venido a buscar y, sin más, se marchó. Sobre la mesa sólo quedo el llavero. Mi llavero, con las dos llaves que ella usaba a su antojo, para entrar hasta mí sin anuncio. Vuelto a la soledad de la tarde, lo único que ahora podía esperar era que llegara el miércoles y con él ... Vilma.

Evidentemente había orden. La sala y el cuarto barridos y brillados. La montonera de libros revueltos con revistas, folletos y cuentas por pagar, había sido organizada por una mano diligente que apareaba por igual a Borges con el Almanaque de Bristol y a Sherlock Holmes con el Archivo: Lúdica. Una nueva voluntad, ajena a mí, rectificaba el caos doméstico en el cual había estado sumergido y dictaba imperceptiblemente el derrotero a seguir en ese barco ebrio en el que había convertido el lugar.

Con lo que no pudo fue con el olor. Aunque arregladas, la cama y las sábanas retenían el aroma de Luisa, confirmando su etérea permanencia. En ese territorio debió encontrar Vilma los cabellos desperdigados que llamaron su atención y que, con solo tocarlos, habrían de contagiar de magia triste todo lo que seguiría después.

El día que volvió, la esperé leyendo El libro del buen amor en edición prestada y arcaica. Le abrí la puerta y entró de lleno a su labor. Yo la miraba de reojo mientras ella barría y sacaba el polvo de las cosas, poseída de una genuina autoridad sobre mis escasos enseres. Canturreaba sin parar una canción de barrio y yo sentía su mirada en mi nuca mientras seguía leyendo sin ganas las historias del Arcipreste. Por este mismo lugar, sobre estas mismas baldosas, y en este mismo aire que compartí con Luisa, estaba ahora esta otra mujer, llegada de otro planeta, que venía a reemplazar un cuerpo arrebatado de mí sin consentimiento, distinto en color, olor y sabor, pero tan lúbrico y vivo como el que mejor fuera.

Nunca lo podré contar con exactitud. Los momentos son así cuando son inefables y, además, a medida que se distancian en el tiempo, se manchan de irrealidad. En verdad, ¿le pregunté a Vilma si conocía de masajes y otras terapias mayores? Nada me salvará si respondo que no. Sólo puedo decir que ahora recuerdo sus toscas manos recorriéndome con un fragor térmico y suavizando de dicha clandestina toda la piel que le entregué a su cuidado. La sentía descender por el cuello a todo lo largo y regresar a palmos hondos sobre mis flancos descubiertos. ¿Le habré pedido, entonces, que se acostara desnuda sobre mi espalda? ...si lo sé/ más no lo digo... Sus duros pezones se me clavaron en los omoplatos mientras el íntegro vientre y su musgosa plenitud se pegaron a mí. Debió durar el tiempo que ahora no devuelvo. Debió ser que sin un sólo rumor, sin una sola caricia arreglada, la abracé con piernas y brazos y la penetré a saco, separando con opresiva torpeza sus muslos, invocado de un furor inaudito y certero que no lograba ni fondo ni fin y se agotaba sitiando su generosa carne negra.

-¿Qué le hago de almuerzo? -fue la única queja apasionada que Vilma pronunció cuando salí de su cuerpo.

-Fríjoles enlatados con casabe -le respondí-. No me puedo demorar.

Pero sí me demoré muchas veces más en ella, saboreando su visita laboral día de por medio, entre el atafago de mis otros asuntos que se eclipsaban tan pronto sentía que llegaba temprano a ordenar mi desorden. Era ésa la nueva existencia que estaba llevando y que me hacía girar en el centro de un vórtice cada vez más revuelto y profundo. Cambié entonces, sin pensar, a Luisa por Vilma, dejando que ejerciera todo el dominio de que era capaz con su piel oscura e insondable. Muchas veces usé ese cuerpo africano, atormentado por un remordimiento sordo y difuso que no quería aceptar. Porque yo era ahora su postor. Pagaba por ella una mínima parte de un todavía más mínimo salario para que pusiera sus manos sobre mis cosas revueltas. Y recibía a cambio mucho más, porque nunca nadie habló de complacer al patrón. En esas breves mañanas, luego de un desayuno urgido y tras emerger escanciado del jalde estuche, Vilma, a la par que limpiaba, iba contándome pedazos tristes de su vida corta. Que uno sólo de esos episodios de despojo, pobreza y abandono me hubieran ocurrido, habrían bastado para enloquecer.

¿De dónde, me preguntaba, sacaba esta mujer esa tozuda alegría de vivir, esa jocundia de cuerpo, frente a tanta puerta cerrada y tanto muro infranqueable que plagaban su recorrido por la vida? Era como la resistencia heredada, genética, a toda prueba, la que, además, afinaba su altanera belleza, arrojada con insolencia al paso de los que no fueran como ella. Pero también quiso saber de mí y de los cabellos rubios encontrados. En paulatinas confesiones, después de verla barriendo, y mientras hacia sonar La pasión según San Mateo, fui abriéndole el baúl donde tenia confinado el espectro de Luisa. Mientras más le contaba, sentía que ella la iba viendo, imaginando su rostro imbuido de gélida falacia florentina, tan opuesto al de ella, y afectado de una implacable altivez.

Total, no le cayó bien. Rivalizaban en cuerpo y alma y, alguna vez, jugando con mis demonios, vestí a Vilma con la blusa abandonada que Luisa no había querido llevarse. Fue como encender, por error, una mecha peligrosa. Esa tarde, después de un agonizante amor de siesta, el teléfono timbró con una urgencia tan aguda e impertinente, que no dudé en imaginar que era la llamada celosa de Luisa. La misma Luisa a quien le había oído decir: ...me gusta tu boca... La misma impaciente por yacer debajo y sobre de mí. Esa que me palpaba con los ojos. Cuyo cuello era una mezcla de Chanel de contrabando y cigarrillo rubio. Que sudaba un rocío de amor impregnado en sus bluyines y sus tibios calzones de algodón.

Toda ella, ese cuerpo del delito, había vuelto a llamar, porque aunque nunca habló, el silencio de la línea era su silencio y nó otro. Allí, oprimida contra mi oreja, a solo cinco kilómetros de distancia, estaba su boca ardiente de golosa lengua/ vivaz, del beso cómplice incentivo. Era como si en los densos calores de aquellos días, la brisa desfogada le hubiera reportado a Luisa la mala noticia de Vilma. Como si algo en su cuerpo resintiera un despojo indescifrable, una amenaza de carencia que le espoleara la carne, abruptamente alejada de mis manos. Como si, fuera quien fuera, un anónimo goce, en otra encarnadura, se estuviera llevando de mí lo que aun hubiera de ella. Y como si eso le fuera privadamente intolerable.

Al otro día, con Vilma de descanso,.. regresó de verdad esta mujer/ arrastrada por mi opresivo deseo/ y ya no hubo local para albergar/ la delicia de su cuerpo desmenuzado entre mis dedos/ ni cómo contener/ el opulento olor de hembra desatada/ que me cubrió como una nueva ropa.

¿Cómo puede uno compartir el cuerpo y el alma con dos mujeres alternadas, en la misma casa, y no perder lo que le queda de razón?. El tiempo seguía con horas largas y cortas. Vilma arreglaba lo que Luisa desordenaba. Las dos se sabían pero jamás se habían visto. Ocupaban órbitas autónomas en mi comprimido espacio y por eso me sentí el conciliador apurado de ese precario equilibrio, porque las fuerzas de sus trayectorias presagiaban una colisión catastrófica. Al principio no noté ninguna molestia. Vilma aceptaba a Luisa y Luisa no maliciaba de Vilma. Pero observé que el amor de una me ayudaba a ser más explícito con la otra. Era como un ejercicio del afecto que practicaba con la ayuda ingenua de las dos. El deseo saciado en la mañana daba paso a una lánguida ternura vespertina y una marca indefinible me quedaba por la piel tras el último abrazo del día.

Entonces me asolaban las noches. Animadas de ruidos y visiones beatíficas, volví a padecer los insomnios, poblados de olores y sonidos minúsculos y del bulto del tiempo usado y ajado en el amor que se arrinconaba como un fardo difícil de mover. Así, en esa vigilia descabalada, materializaba a Vilma más dulce, recreando su cuerpo de espaldas, ceñido por mi abrazo mientras pelaba los plátanos. Una suave tersura intimaba en medio del aceite que hervía y el aroma del tinto mañanero. Vuelta hacia mí, su mirada vagamente errática pasaba de largo por mi rostro. Luego me besaba los labios con una tibia humedad y me estrechaba sin soltar el cuchillo de las manos.

¿Qué otra cosa podía decir, en cambio, de Luisa? Una de las tardes, adormilada sobre el piso de la sala, contempló a través de los balaustres a las parejas que se amaban impertérritas en las murallas. Me llamó a su lado y contamos cinco de ellas, todas contorsionadas en el éxtasis del amor con ropa, y como embebidas de la abrisada luz del atardecer. Allí, sobre las baldosas, tirado cuan largo era, reposando mi cabeza sobre sus muslos, yo miraba el frenesí de los que no tenían siquiera un cuarto donde folgar sus apuros, agradecido por la dicha de estar de este lado, bajo techo y sobre seguro. Y como si todo fuera poco, asistido en el acto de celebrarme a mí mismo por el propio Neruda:... Hoy me he tendido junto a una joven pura/ como a la orilla de un océano blanco/ como en el centro de una ardiente estrella/ de lento espacio...

No me daba vergüenza, pues no veía porqué inventar otra frase, muy seguramente inferior, para describir lo que mis amigos poetas ya habían escrito, antecediéndose con exactitud a lo que yo iría a sentir y regalándome los versos para que yo los usara cuándo y cómo quisiera. Era así como le pedía líneas prestadas, poemas enteros, a muchos autores que estaban prestos a darme la mano cuando yo se la pidiera. Pero también abusaba. O eso creía. Sin embargo, no he podido contestarme la angustiosa duda que hoy me asalta. ¿Vivía yo las cosas para después contarlas o las contaba sólo porque las había vivido? Nadie me lo ha explicado antes. Tengo la sospecha de que los sucesos me llegaban con la única finalidad de que se los narrara a otros. En ese sentido, los personajes sí venían en busca de un autor. Vilma no llegó porque quería trabajar. Llegó a un sitio, su sitio, que la estaba esperando en las diez páginas de esta historia. Luisa ya lo estaba, pero no lo sabía. No de otra forma se puede explicar esa conjunción anómala en mi inocente vida de esos días. Quise convencerme de que la venalidad implícita en mi conducta me era impuesta desde afuera, por la metafísica escandalosa de las cosas que me rodeaban.

Nada sabía de hasta dónde iba a llegar todo. Tuve después otra percepción que me aumentó el desasosiego. Toda mi historia no se desencadenaba linealmente desde un principio hacia un final. Parecía que su curso fuese invertido y que todo viniera desde un desenlace ignoto hacia este inapelable presente. ¿Qué haría, entonces, para salvar a las dos heroínas de esta leyenda? ¿Quién era el endriago plural que no tenía rostros y se virtualizaba multiforme hasta en la suave carrera de mi dedo por las espasmódicas y lentas curvas de cuerpo de Luisa, de la estática huella de su sueño desnudo sobre mi cama?. En un momento, intentando ser clarividente, algo me llevó a preguntarle:

-Si escribieran tu biografía, ¿cuántos capítulos estarían dedicados a mí?
Luisa me contestó sin perturbación:
-Los capítulos están escritos desde hace tiempo. Tú sólo debes aparecer en los que quieras.
¿Y si, además, nunca hubiesen existido? Eran bellas o más bellas sólo cuando yo las miraba y las tenía. Nadie distinto a mí las habría paladeado tanto, y a ningún otro hubieran alabado con tanto ahínco y tanta voz melíflua como a mí cuando me hablaban. Por eso, supongo, no me costó trabajo creer que sólo respiraban al influjo de mi soplo vital. Tocado por ellas, ungido cotidianamente por ellas, el tiempo pasaba arrasante por encima de mí, repitiéndome en ráfagas los capítulos de esta historia que nunca escribiré. Realmente no hay bien que dure cien años, ni siquiera cien días, ni cuerpo que no lo resista. ¿Qué quedará de mí, allí donde ellas son más ellas? ¿Habrá algún agua bautismal que lave las indelebles manchas del trabajo ardido del amor? Esas que suelen quedar, como un estigma visible, en individuos así como nosotros, imprudentes y algo ociosos, y a quienes no se les ve ni asomo de ganas de escarmentar.